Inicio Archivo de publicaciones

El último indigenismo

Última acutalización el 21 de junio de 2024

Nota: Este es mi último ensayo escrito para el doctorado. Lo publico tal cual lo entregué por varias razones: no tengo tiempo de editarlo como se debe, creo que es interesante aunque hable de un tema estrictamente antropológico, no tengo dónde más ponerlo, etcétera.

Escribo aquí lo que me hubiera gustado conversar con mis compañeras, compañeros y profesora, particularmente sobre el problema del Estado y la necesidad de que la antropología cree una «sana distancia» con él. Tomo como punto de partida el sacudimiento del zapatismo para explorar las diversas reacciones indigenistas y estatalistas. Posteriormente argumento sobre la imposibilidad del Estado para amparar una sociedad respetuosa de los intereses de sus miembros. Concluyo proponiendo una antropología crítica y distanciada del Estado, que pueda ser útil para pensar otras formas de organización política y económica.

De las grietas del concreto nacieron las flores: el zapatismo como sacudida

Tenía dieciséis años en el 2006. Un sábado caluroso, al mediodía, estaba con mi hermana y unos amigos en el tianguis cultural del Chopo. Se trata de un lugar famoso en la ciudad de México por concentrar la venta de diversas mercancías relacionadas con la contracultura urbana de la ciudad. Yo solía ir a comprar discos, en esa época todavía era común; aún o se habían consolidado los servicios de streaming en internet, y para poder «llevar la música a todos lados» era necesario conseguirla primero. Uno de mis acompañantes, apodado «el Serie», iba a comprar libros. Él era uno de los miembros más activos de un pequeño colectivo izquierdista anticapitalista al que a veces yo asistía. Sus actividades principales consistían en distribuir fanzines autopublicadas con mensajes anticapitalistas, o regalar pambazos afuera del McDonald’s más cercano, con el fin de boicotearlo. «El Serie» era un ávido lector de los textos de Ricardo Flores Magón y admirador del «Sub Marcos». Aquel día consiguió uno de los muchos libros publicados sobre «el Sub». «Estaría bueno que te dé su autógrafo», le dije bromeando; «ya lo tengo, me lo firmó hace poco», me respondió con presunción, y comenzó a buscar la evidencia en su mochila, que nunca vi. Su respuesta me dejó una impresión tan extraña que nunca olvidé ese diálogo. Hasta donde entendía, Marcos no era un rockstar como los cantantes que yo seguía; dar autógrafos era, para mí, contraintuitivo, ¿no era solo un vocero?, ¿no iba en contra de su discurso principal?

Tal vez no estaba entendiendo lo que pasaba con el zapatismo. Era la época de La Otra Campaña, la primera iniciativa derivada de la publicación de La Sexta Declaración de la Selva Lacandona (en adelante La Sexta). Marcos ya no era un líder militar, ahora era el «Delegado Zero». Los zapatistas estaban haciendo una gira nacional ese año. Visitaron el Estado de México, de donde éramos «el Serie» y yo, en el mes de abril; oportunidad imperdible para sacarle un autógrafo al «Sup», en alguna de las incontables ediciones de sus escritos políticos.

A diferencia de mis padres, que lo vieron por televisión, mi primera experiencia con el EZLN entró por mis oídos. De hecho, la primera vez que vi a los zapatistas fue en el video «Paramilitar», de la banda española Ska-P, canción del disco El vals del Obrero (1996). En ese entonces, el alcance cultural del zapatismo era muy amplio. Mi generación pasó la adolescencia con una serie ininterrumpida de «nuevas olas» de ska, punk, metal, Hip-Hop, que en muchos casos se mezclaban entre sí. Todas ellas tenían algunas canciones de apoyo al EZLN. En el 2009, el sello editorial Rebeldía (asociado con los zapatistas) publicó El Fuego Y La Palabra, un álbum recopilatorio de cuatro discos con música de apoyo al movimiento. Cada disco estaba titulado según una palabra: «Fuego», «Palabra», «Resistencia», «Dignidad». El tercer disco, «Resistencia», está repleto de canciones de Ska-Punk con grupos que sonaban en el Chopo y los tianguis populares del Estado de México que yo recorría: Panteón Rococó, Sekta Core, Salón Victoria, Nana Pancha, etcétera. Pero existen muchos otros ejemplos, destaco dos por gusto personal: «People of the Sun» de la banda de rap-metal Rage Against the Machine, del álbum Evil Empire (1996); y «Revolucion» (sic), del grupo chicano de metal extremo Brujería; del álbum Raza Odiada (1995), cuya portada es una fotografía de Marcos, cargando su fusil y fumando su pipa en el ocaso de la selva.

Muchas de estas canciones ofrecían un imaginario a veces muy alejado de la teoría o la práctica real del zapatismo. Algunas canciones ponían a Marcos como «el jefe» del ejército, libertador que vendría a derrocar al gobierno mexicano y salvarnos a todos. Otros invitaban a unirse a la lucha armada, o por lo menos, a rebelarse contra el gobierno. Otras hablaban de los símbolos como los pasamontañas, la selva, los rifles, el puño arriba; o sobre las palabras más usadas en el movimiento, como dignidad, solidaridad, rebeldía, realidad, «mandar obedeciendo», mundos dentro de otros mundos. Los pocos textos políticos que leí de Marcos, a través de fanzines, mezclaban sus declaraciones con cuentos de viejos mayas y una selva Lacandona, tan lejana para mí, que era casi como otro país.

Habían pasado doce años del levantamiento de 1994. Durante mi infancia escuchaba sobre una crisis política internacional, que, según supe después, se llamó «efecto tequila», imagino que para no olvidar de qué país era la culpa. En los discursos del barrio obrero donde crecí, Salinas de Gortari era el diablo; Zedillo era, según a quien le preguntaras, un economista genial o un vulgar ladrón; Fox era un idiota. Marcos era un fantasma ambiguo. La persona se había separado del símbolo; él intentó matar al símbolo al dejar de ser Marcos, pero creo que su reputación como persona nunca se recuperó de las narrativas que lo presentaban como un narcisita impostor, obsesionado con ser «el Che», y quien se aprovechó de los pobres indígenas para pintar un falso espectáculo de rebeldíaEsta narrativa en particular fue planteada por el libro de La Grange y Rico (2005) Marcos, la genial impostura, editado por primera vez en 1998. En 1995 el presidente Zedillo, a través del testimonio del desertor ex-gerrillero Salvador Morales Garibay, alias «subcomandante Daniel», identificó a Marcos como Rafael Sebastián Guillén Vicente. Esto llevó a asociarlo con el PRI, pues la hermana de Sebastián, Mercedes del Carmen Guillén Vicente, tiene una amplia carrera política en Tamaulipas por ese partido. De aquí las especulaciones crecen; he escuchado que los zapatistas son un invento de Salinas, que Fox los sometió amenazando a Marcos, que son mantenidos con dinero del PRI para desestabilizar al país. Otros libros que han influido en demeritar la persona de Marcos son La rebelión de las cañadas, de Tello Díaz (2013), publicado con prisa en 1995 y que destaca el vínculo del movimiento con las ideologías socialistas/comunistas, que son vistas como «imposiciones» externas no relacionadas con los indígenas. El libro de Legorreta Díaz (2015) también ha sido usado en ese sentido. Más recientemente, el trabajo de la historiadora Adela Cedillo sobre las Fuerzas de Liberación Nacional, que sigue la versión del «Comandante Gernmán», superior militar de Marcos en la estructura de las FLN, pinta a un Marcos de «extremos claroscuros», «ventrílocuo» de los indígenas. Su postura puede leerse en Cedillo Cedillo (2021), un artículo breve..

Este no es el lugar para hacer un resumen de la vastísima documentación sobre el zapatismo y sus cambios político-ideológicos. Para mi yo adolescente, el cambio en su propuesta política, originado por La Sexta, las acciones de La Otra Campaña y todo lo que pasaba en el 2006, era sobre construir otras formas de organización política y económica desde abajo, sin importar el mote indígena, obrero, campesino, clasemediero. Se trataba de construir un consenso global anticapitalista donde participaran todos, no sólo los pueblos indígenas, sino las personas. Intentaba ser un catalizador de democracia directa. Cuando en el país se hablaba de un cambio democrático porque Fox venció al PRI, había una inspiración política radical que lo contradecía, que no se originó en el centro de México, sino que fue adoptada por el circuito contracultural global, y adaptada en cada lugar según sus circunstancias.

Hoy en día, casi a veinte años de aquella tarde rodeada de olor a incienso, sudor, cerverza y mariguana, me doy cuenta de que hablar de anticapitalismo parece no sólo absurdo, sino pasado de moda. Absurdo en un sentido político, pues, como argumenta Mark Fisher (2016), nos han orillado a creer que no hay alternativa. Pasado de moda en un sentido cultural, pues lejos están los parches, estoperoles, botas o tirantes de cuadros blanco-negro; hoy nuevas estéticas populares enmarcan los modos en que la juventud enfrentan su realidad presente y futura; amenazada por la seducción de las vanguardias de la ultraderecha, que les ofrecen explicaciones post-factuales a sus problemas. Creo que la antropología mexicana tiene una gran oportunidad para ofrecer mejores explicaciones del presente, pero para eso tiene que abandonar su persistente mentalidad estatalista. En lo que resta trataré de argumentar por qué y cómo.

El indigenismo no es un proyecto de odio, sino de Estado

Antes del zapatismo, lo que pasaba con los indígenas era un asunto del Estado, porque era el Estado quien necesitaba hacer algo con ellos para instaurarse como estructura política en lo que hoy se llama México. Para poder continuar debo plantear dos definiciones, qué es lo indígena y qué es el indigenismo. La palabra indígena es principalmente usada por personas que no se identifican a sí mismas como tales. Es una palabra que usa alguien para señalar a otro, se trata de una identidad impuesta (López Reyes 2020), pero más allá de una identidad, ha operado siempre como una categoría política (Aguilar Gil 2023), una forma de ejercer el poder. Esto ya había sido planteado por antropólogos como Guillermo Bonfil Batalla, quien propone usarla para identificar una situación colonial que refleja una relación de dominación.

La categoría indio o indígena es una categoría analítica que nos permite entender la posición que ocupa el sector de la población así designado dentro del sistema social mayor del que forma parte: define al grupo sometido a una relación de dominio colonial y, en consecuencia, es una categoría capaz de dar cuenta de un proceso (el proceso colonial) y no sólo de una situación estática. Al comprender al indio como colonizado, lo aprehendemos como un fenómeno histórico, cuyo origen y persistencia están determinados por la emergencia y continuidad de un orden colonial. En consecuencia, la categoría indio implica necesariamente su opuesta: la de colonizador (Bonfil Batalla 1977, 30).

Por otra parte, el indigenismo es la mirada no indígena sobre las personas que son categorizadas como indígenas. Todo aquello que defina, explique o analice a los grupos sociales nombrados «indígenas» desde una mirada externa, no como miembro de esos grupos, es indigenista. Como analiza Villoro (2018), la opinión de personajes como Hernán Cortés o Fray Bernardino de Sahagún sobre los pueblos mesoamericanos es una mirada indigenista. De acuerdo con él, la opinión de los conquistadores y del virreinato conforma el primer momento indigenista de la historia de la región mesoamericana. El segundo momento está en el México independiente, que se está formando como nación. El tercero se consolida con la institucionalización revolucionaria encabezada por los antropólogos mexicanos más importantes de su época. El Instituto Nacional Indigenista, fundado en 1948, representa esa institucionalización.

De acuerdo con Villoro (2018, 195), los antropólogos indigenistas no veían al indio, o indígena, como algo que debía ser eliminado, sino como algo que debía ser integrado, igualado al mestizo, para así compartir las mieles del progreso. Si uno lee los textos de Gamio (1972), de Sáenz (1976) o de Aguirre Beltrán (1973) se podrá comprobar que, en el fondo de toda esa acción institucional, hay una profunda motivación por «ayudar» al indígena, por hacerlo, de alguna manera, parte del proyecto nacional. Se trata, como lo adjetivó Villoro, de un momento guiado por la acción y el amor. Como si de un padre se tratara, los indigenistas de la revolución querían hacer algo al respecto de la situación de domincación, respetando y enalteciendo las «virtudes» indígenas, pero corrigiendo sus «vicios» y «atrasos».

El primer indigenismo mexicano estaba equivocado, principalmente porque creía en la premisa de que no puede haber una nación donde las personas hablen diferentes lenguas, tengan diferentes modos de hacer las cosas, y se reconozcan como diferentes de otros dentro de sus fronteras. Aguirre Beltrán (1973) creía que había sociedades desarrolladas, complejas, y sociedades no desarrolladas, simples. Creía que en México, las regiones indígenas estaban atascadas en lo que llamó «proceso dominical», sujetos a formas de explotación por parte de los remanentes criollos, técnica y económicamente más desarrollados que ellos.

Los antropólogos de una nueva generación, que vivió de primera mano el autoritarismo del regimen priísta, cuyo evento clave fue el movimiento del 68, se rebelaron contra la generación anterior. Criticaron a sus predecesores por creer en esa premisa (Warman et al. 1970), y en consecuencia, haber actuado como el brazo etnocida del Estado. Este grupo también estuvo mal, principalmente porque nunca abandonó al Estado, y siguió hablando de los grupos subalternos en relación con él. Se abandonó la idea de que había regiones de refugio (Aguirre Beltrán 1973) donde los remanentes coloniales vivían en un estadio inferior de desarrollo. Se adoptó en su lugar la teoría del colonialismo interno (González Casanova 1995, 73), según la cual son los centros urbanos los que controlan económica y políticamente las regiones periféricas dentro de un mismo país. Este colonialismo ofrecía a los indígenas dos opciones: integrarse y desiandianizarse, o marginarse y empobrecerse (Nolasco Armas 1970, 81).

Tras esta ruptura teórica y política, la antropología se volcó a estudiar a los pobres (Lewis 1961), a los campesinos migrantes marginados (Adler Lomnitz 1998), pero siguió operando bajo la estructura del Estado, pensando como el Estado, publicando con sus becas y financiamientos, haciendo trabajo de campo con sus credenciales. El multiculturalismo llegó a finales del siglo XX para desmentir la idea de que solamente puede haber naciones monoculturales. Pero su llegada coincidió con el neoliberalismo, lo cual provocó un reconocimiento en la letra «la diferencia cultural es buena», pero no cambio nada en lo político, no hubo autonomía para los pueblos.

Luego llegó el zapatismo y dividió a los intelectuales. A algunos antropólogos, otrora rebeldes del 68, los agarró tan desprevenidos como muy cómodos en la cúspide del aparato gubernamental, como fue el caso de Arturo Warman, secretario de la Reforma Agraria en el gobierno de Zedillo. Otros intelectuales, como Pablo González Casanova o Luis Villoro, sin dejar sus puestos en la academia, fueron simpatizantes abiertos y defensores públicos. Se revisó la historia de los pueblos, ya no como receptores pasivos del desarrollo, sino como agentes que resistieron y lucharon (Castellanos Guerrero y López y Rivas 1997).

Pero con los años, los mexicanos olvidamos el debate y seguimos creyendo en el desarrollo, en «el adelante» y «el atrás», en el progreso y la tierra prometida de ser lo que no podemos ser (Bonfil Batalla 1989). En otros lados se ha hablado de cómo la antropología no ha podido convencer a la sociedad de la falacia del evolucionismo (Segato et al. 2020, 1:28:30). Por otra parte, los pueblos originarios, a través de iniciativas pluriétnicas como el Congreso Nacional Indígena y el trabajo de activistas e intelectuales provenientes de las diferentes comunidades, han contestado las premisas racistas y ciegas del discurso mestizo oficial. Ahora el problema no puede entenderse más como un «problema indígena», es decir, como uno que busca hacer algo para integrar a los indígenas al proyecto nacional. Lo que tenemos hoy frente a nosotros es el problema del mestizo, es decir, uno que debería buscar cómo hacer entender al mestizo su racismo y analfabetismo político (su incapacidad de comprender las múltiples posibilidades de organización política que han existido siempre en «su propio país»).

Cuando escuchaba en clase que los problemas de desplazamiento por la violencia generalizada del narco (Durin 2019), o de la violencia de género en comunidades pluriétnicas (Fagetti 2000), se deben a que «hay una ausencia de Estado» no podía sino entristecerme. Escuché que el Estado es el que garantiza la seguridad, que es quien garantiza los derechos, que es quien representa la voluntad del pueblo o la sociedad civil. Pensaba para mis adentros «nunca lo ha hecho, nunca lo hará, difícilmente aparenta hacerlo en ‘los países desarrollados’, mucho menos en México». Voy a corregirme en este momento: es imposible que alguien demuestre si el Estado mexicano podrá algún día garantizar la totalidad de cualquier derecho o si ese derecho es justo en todos los sentidos en que puede ser entendido. Tamién es imposible demostrar lo contrario, que es incapaz de hacerlo. Pero me inspiro en Graeber (2019, 22–24), para afirmar que es justamente esa imposibilidad de tener certeza la que debería orillarnos a pensar en alternativas. Es decir, si no estamos seguros de que el Estado será la solución en algún momento, si nuestra experiencia histórica afirma consistentemente lo contrario, ¿no deberíamos pensar seriamente en las miles de experiencias políticas que no son Estados?, ¿no tiene la antropología un enorme registro de alternativas para pensar? Esos son ejemplos de que la ausencia de Estado con presencia de autogestión es en realidad algo bueno.

La verdadera pregunta es ¿Por qué los «científicos sociales» no podemos dejar de pensar como Estado? ¿En verdad hace falta más Estado? ¿Por qué muy rara vez nos ponemos a pensar en alternativas? La lógica del Estado se ha instalado tan fuertemente en el sentido común de las ciencias sociales y humanas que nos ha dejado sin imaginación política.

El papel de la antropología mexicana para llegar al último indigenismo

Durante una clase, comentamos que indigenismo siempre existirá mientras el Estado sea mestizo. Para que el indigenismo desaparezca, tendría que haber un Estado indígena, pero eso no es posible, porque no hay tal cosa como una colectividad nacional indígena. Hay yaquis, triquis, choles, nahuas, mayas. Otra vez pongo un ejemplo de Graeber para ilustrar nuestra falacia. Cuando la gente pide a los anarquistas que expliquen cómo podría funcionar una sociedad anarquista, lo que en realidad tienen en mente es la sinonimia entre sociedad y Estado. Como nadie puede dar ejemplos de un Estado anarquista, ya que eso es una contradicción terminológica, se concluye que tal cosa es imposible e ilusa (Graeber 2019, 65–66). Así, como somos incapaces de pensar una sociedad sin Estado, somos incapaces de concebir un México sin indigenismo.

¿Qué nos queda? Una de dos cosas. O bien aceptar que siempre habrá un indigenismo, y que sólo podríamos tratar de implementar un «indigenismo justo»; o bien pensar en alternativas al modelo estatal. Tenemos evidencia en contra de la primera opción, pues como ya vimos, el indigenismo nunca quiso ser «injusto», estaba guiado por el amor, si Villoro no se equivoca. El problema del indigenismo nunca ha sido que sea injusto, sino que es un proyecto de Estado, y un proyecto tal nunca, en la historia, ha podido establecer una arena de justicia con sus minorías étnicas. La democracia sufragista jamás podrá representar la voluntad de los grupos sociales más diversos que coexisten en esta ficción llamada México.

Sostengo que la discusión de fondo es un tema de la máxima pertinencia antropológica (sobre todo desde la llamada «antropología política», como si hubiera una antropología no política). La discusión de fondo es el problema de la soberanía y de quién ostenta permanentemente el poder. También se trata de un problema simbólico y cultural: nuestra incapacidad de salir del Estado, nuestro «realismo capitalista» necesita de nuevos símbolos y relatos para ser superado. La antropología es capaz de confrontar décadas de violencia contra la imaginación política, no sólo en el trabajo de campo, sino en las propias oficinas de las universidades. Derrumbar las jerarquías medievales que organizan la academia, la osteoporosis administrativa, los rituales de humillación entre maestros-estudiantes y la obsesión productivista casi por publicar cualquier cosa, a toda costa. Podríamos crear espacios de contrapoder, situaciones de humildad intelectual, pintas de colores que te inciten a pensar contra la autoridad y a favor de todos. Laboratorios de creación de comunidad, intervenciones simbólicas a las plazas comerciales, espacios capturados por el consumo. Aprender de lo que traemos del trabajo de campo y usarlo como un ariete para transformar la universidad, no sólo para llenar sus estantes.

Podemos explorar nuevas redes de financiamiento a la investigación, formas abiertas de educación antropológica. Abandonar la absurda jerga esotérica de muchas teorías contemporáneas y hablarle a la gente, a toda la gente, no sólo a los indígenas y los subalternos. Hablarles a los mestizos, a los clasemedieros, a las élites; no aleccionarlos, ponerles enfrente un espejo de su condición. Una antropología combativa contra el racismo, capaz de resistir los embates de la derecha al estableces procesos de diálogo horizontal y búsqueda de concenso. Todo esto es, si quieren la expresión de mis deseos personales, pero creo firmemente que, si una disciplina como la antropología no puede hacer esto, no hay esperanza para el resto de las ciencias.

Este es mi último ensayo del doctorado. Es mi cierre personal de lo aprendido. Sin que yo lo buscara, el zapatismo me ha acompañado toda la vida, en mi adolescencia y en la actualidad. Pero en cada caso se ha presentado con una cara diferente, me hubiera gustado vivirlo en esta etapa como una combinación de reflexión intelectual profunda y goce estético cultural; pero sólo profundicé en él a través de la experiencia escolar de siempre. A treinta años de su levantamiento, no hemos podido llegar al último indigenismo, el último momento, creado para destruirse a sí mismo; donde la diversidad crea riqueza y no división; donde el mestizo aprende de los otros y elimina de una vez por todas su falaz representación de que existen los indígenas; comienza a llamarlos por sus nombres, a aprender sus lenguas, a construir acuerdos con ellos. Después del último indigenismo, espero que esté instaurado en nuestro sentido común que la ausencia del Estado no es el problema, sino la premisa: menos Estado y más democracia directa, imaginación mediadora, es el origen de la solución contra todas las violencias.

Adler Lomnitz, Larissa. 1998. Cómo sobreviven los marginados. 14a. ed. Sociología y política. México: Siglo ventiuno editores.
Aguilar Gil, Yásnaya Elena. 2023. “¿Ser indígena es una identidad? Ëëts”. El País México. el 16 de julio de 2023. https://elpais.com/mexico/opinion/2023-07-16/ser-indigena-es-una-identidad-eets.html.
Aguirre Beltrán, Gonzalo. 1973. Regiones de Refugio. El desarrollo de la comunidad y el proceso dominical en mestizoamérica. México: México Secretaría de Educación Pública.
Bonfil Batalla, Guillermo. 1977. “El concepto de indio en América: una categoría de la situación colonial”. Boletín Bibliográfico de Antropología Americana (1973-1979) 39 (48): 17–32.
———. 1989. México profundo: una civilización negada. 1 ed. Los noventa 1. México: Grijalbo.
Castellanos Guerrero, Alicia, y Gilberto López y Rivas. 1997. “Autonomías y movimiento indígena en México: debates y desafíos”. Alteridades. https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=74745549010.
Cedillo Cedillo, Adela. 2021. “La ventriloquía del Subcomandante Marcos-Galeano, la memoria de las Fuerzas de Liberación Nacional y la ruptura del silencio”. Historias del Fuego. Revista Común (blog). el 30 de noviembre de 2021. https://revistacomun.com/blog/la-ventriloquia-del-subcomandante-marcos-galeano-la-memoria-de-las-fuerzas-de-liberacion-nacional-y-la-ruptura-del-silencio/.
Durin, Séverine. 2019. ¡Sálvese quien pueda!: violencia generalizada y desplazamiento forzado en el noreste de México. CIESAS, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social.
Fagetti, Antonella. 2000. “Mujeres abandonadas: desafíos y vivencias”. Migración y relaciones de género en México, 119–34. https://scholar.google.com/scholar?cluster=15693973171221797762&hl=en&oi=scholarr.
Fisher, Mark. 2016. Realismo capitalista: ¿No hay alternativa? Traducido por Claudio Iglesias. Caja Negra.
Gamio, Manuel. 1972. Arqueología e indigenismo. 1a ed. Secretaría de Educación Pública.
González Casanova, Pablo. 1995. La democracia en México. Ediciones Era.
Graeber, David. 2019. Fragmentos de antropología anarquista. Traducido por Ámbar Sewell. 2a ed. Barcelona: Virus.
La Grange, Bertrand de, y Maite Rico. 2005. Marcos, la genial impostura. 1a ed. México: Cal y Arena.
Legorreta Díaz, María del Carmen. 2015. “Religión, política y guerrilla en Las Cañadas de la Selva Lacandona, Chiapas.” Religión, política y guerrilla en Las Cañadas de la Selva Lacandona, Chiapas., enero. https://www.academia.edu/38361895/Religi%C3%B3n_pol%C3%ADtica_y_guerrilla_en_Las_Ca%C3%B1adas_de_la_Selva_Lacandona_Chiapas.
Lewis, Oscar. 1961. Antropología de la pobreza: cinco familias. Traducido por Emma Sánchez Ramírez. Primera edición en español. Sección de obras de antropología. México: Fondo de Cultura Económica.
López Reyes, Jaime. 2020. “Identidades impuestas”. En Pueblos indígenas frente al racismo mexicano. Caja de herramientas para identificar el racismo en México II, 1a ed. Caja de herramientas para identificar el racismo en México 2. México: Universidad Nacional Autónoma de México.
Nolasco Armas, Margarita. 1970. “La antropología aplicada en México y su destino final: El indigenismo”. En De eso que llaman antropología mexicana, editado por Arturo Warman, Primera edición, 66–93. Ciudad de Mexico: Secretaría de Cultura : INAH : ENAH.
Sáenz, Moisés. 1976. “La escuela rural mexicana”. En La antropología social aplicada en méxico: trayectoria y antología, 105–33. Colección INI.: Serie de antropología social. Instituto Indigenista Interamericano. https://books.google.com.mx/books?id=lVhVAAAAMAAJ.
Segato, Rita Laura, Myriam Jimeno, Sabina Frederic, y Álvaro De Diorgi. 2020. “Lo público y las antropologías en Latinoamérica hoy (Conversatorio)”. https://www.youtube.com/watch?v=MjV9QfQ8nGs.
Tello Díaz, Carlos. 2013. La rebelión de Las Cañadas. DEBOLSILLO.
Villoro, Luis. 2018. Los grandes momentos del indigenismo en México. Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2018. https://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc0924622.
Warman, Arturo, Margarita Nolasco Armas, Guillermo Bonfil Batalla, Mercedes Olivera Bustamante, Enrique Valencia, y Andrés Fábregas. 1970. De eso que llaman antropología mexicana. Primera edición. Ciudad de Mexico: Secretaría de Cultura : INAH : ENAH.